SIEMPRE HAY ALGO QUE HACER

- Por favor, con Panchita -dijo adulona la muerte. - Abuela salió temprano -contestó una nieta de oro, un poco temerosa aunque la parca seguía con su trenza bajo el sombrero y la mano en el bolsillo. ¿Y a qué hora regresa? -preguntó. ¡Quién lo sabe! -dijo la madre de la niña-. Depende de los quehaceres por el campo, anda trabajando.Y la muerte se mordió el labio. No era para menos seguir dando rueda, por tanto mundo bonito y ajeno. - Hace mucho sol. ¿Puedo esperarla aquí? - Aquí quien viene tiene su casa. Pero puede que ella no regrese hasta el anochecer. ¡Chin!", Pensó la muerte, "se me irá el tren de las cinco. NO; mejor voy a buscarla". Y levantando su voz, dijo la muerte: ¿Dónde, me dijo, pudiera encontrarla ahora? De madrugada salió a ordeñar. Seguramente estará en el maíz sembrando. ¿Y dónde está el maizal? –preguntó la muerte. - Siga la cerca y luego verá el campo arado detrás. Gracias- dijo secamente la muerte y echó a andar de nuevo. Pero miró todo el extenso campo arado y no había un alma en él. Soltóse la trenza la muerte y rabió: - "¡Vieja andariega, dónde te habrás metido!" Escupió y continuó su sendero sin tino. Una hora después de tener la trenza ardida bajo el sombrero y la nariz repugnada de tanto olor a hierba nueva, la muerte se topó con un caminante: -Señor, ¿Pudiera usted decirme dónde está Francisca por estos caminos?
- Tiene suerte -dijo el caminante-, media hora lleva en casa de los Noriega. Está el niño enfermo y ella fue a sobarle el vientre. - Gracias- dijo la muerte como un disparo, y apretó el paso. Duro y fatigoso era el camino. Además, ahora tenía que hacerlo sobre un nuevo terreno arado, sin trillo, y ya se sabe cómo es de incómodo sentar el pie sobre el suelo irregular y tan esponjoso de frescura, que se pierde la mitad del esfuerzo. Así, por tanto, llegó la muerte hecha una lástima a casa de los Noriega. Con Francisca, a ver si me hace el favor. Ya se marchó. ¡Pero, cómo! ¿Así, tan de pronto? -¿Por qué tan de pronto? -le respondieron-. Sólo vino a ayudarnos con el niño y ya lo hizo. ¿De qué extrañarse? -Bueno... verá -dijo la muerte turbada-, es que siempre una hace la sobremesa en todo, digo yo. - Entonces usted no conoce a Francisca. - Tengo sus señas -dijo burocrática la impía. - A ver; dígalas -esperó la madre. y la muerte dijo: - Pues... con arrugas; desde luego ya son sesenta años. - ¿Y qué más? - Verá... el pelo blanco... casi ningún diente propio... la nariz, digamos... - ¿Digamos qué? - Filosa. - ¿Eso es todo? - Bueno... además de nombre y dos apellidos. - Pero usted no ha hablado de sus ojos. - Bien; nublados... sí, nublados han de ser... ahumados por los años.
No, no la conoce -dijo la mujer-. Todo lo dicho está bien, pero no los ojos. Tiene menos tiempo en la mirada. Esa, a quien usted busca, no es Francisca.Y salió la muerte otra vez al camino. Iba ahora indignada sin preocuparse mucho por la mano y la trenza, que medio se le asomaba bajo el ala del sombrero. - Anduvo y anduvo. En casa de los González le dijeron que Francisca estaba a un tiro de ojo de allí, cortando pastura para la vaca de los nietos. Mas sólo vio la muerte la pastura recién cortada y nada de Francisca, ni siquiera la huella menuda de su paso.Entonces la muerte, quien ya tenía los pies hinchados dentro de los botines enlodados, y la camisa negra, más que sudada, sacó su reloj y consultó la hora: - "¡Dios! ¡Las cuatro y media! ¡Imposible! ¡Se me va el tren!" Y echó la muerte de regreso, maldiciendo. Mientras,a dos kilómetros de allí, Francisca escardaba de malas hierbas el jardincito de la escuela. Un viejo conocido pasó a caballo y, sonriéndole, le echó a su manera el saludo cariñoso: - Francisca, ¿cuándo te vas a morir? -Ella se incorporó asomando medio cuerpo sobre las rosas y le devolvió el saludo alegre: - Nunca -dijo-, siempre hay algo que hacer.